•  Conocé el origen, los cortes esenciales y los secretos para dominar el fuego y llevar tu asado al próximo nivel

Desde el chisporroteo de las brasas hasta el primer corte jugoso, el asado argentino late con el pulso de nuestra identidad. Nació hace siglos, cuando los gauchos clavaban trozos de carne al rescoldo y hoy, en cada parrilla familiar, revive como un auténtico rito de encuentro.

Historia viva.
En el siglo XVIII, la inmensidad de las pampas imponía fuego y carne como sustento y celebración. Los relatos antiguos hablan de gauchos que, al alba, recogían rescoldos del fogón para asar matambre y vacío en hierros improvisados. Con la llegada del hierro fundido y luego del carbón, la técnica ganó precisión, pero jamás perdió su alma.

La alquimia del fuego.
El secreto está en la madera dura (quebracho o espinillo) que, al quemarse, genera brasas de un calor constante. Cuando el carbón adquiere un resplandor rojo cubierto de ceniza plateada, la parrilla sube y el asador—más artesano que cocinero—ordena la danza de la carne. Luis “El Fogonero” Díaz, reconocido maestro parrillero, advierte: “El mejor punto requiere paciencia: fuego medio, distancia justa y mucha escucha al chisporroteo”.

Cortes que cuentan historias.
Cada pieza tiene su personalidad:

  • Tira de asado: perfecta para quienes adoran el sello de la costilla crocante.

  • Vacío y matambre: fibra firme que, al cocerse despacio, se torna suave como un abrazo.

  • Entraña: corazón intenso cuyo sabor seduce en cada bocado.

  • Achuras y chorizos: preludio chispeante que aviva el apetito y los ánimos.

 

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El asado no concluye en el plato; continúa en las risas, anécdotas y brindis que se extienden bajo el cielo abierto. Allí, el fuego deja de ser simple calor para convertirse en hilo conductor de historias, proyectos y afectos.